Cuando la celebración convive con la injusticia

La Navidad vuelve cada año envuelta en un mensaje de paz, unión y felicidad. Las calles se llenan de luces, los escaparates se decoran con colores brillantes y los anuncios repiten una y otra vez la idea de que estas fechas son sinónimo de alegría. Muchas familias se reúnen, comparten comidas, intercambian regalos y celebran juntas el final del año. Para una parte de la sociedad, la Navidad representa descanso, afecto, tradición y un merecido respiro de la rutina diaria.

Sin embargo, esta imagen tan repetida no refleja la realidad completa. Detrás de las luces y la música, existe otra Navidad, mucho más silenciosa y dura, que rara vez aparece en los discursos oficiales o en las campañas publicitarias. Una Navidad que no se vive desde la celebración, sino desde la supervivencia.

Mientras unos celebran, otros sobreviven. Miles de personas pasan estas fechas sin hogar, sin recursos económicos y sin compañía. Para quienes viven en la calle, el invierno no trae regalos, sino frío, enfermedades y noches interminables. La soledad se vuelve más evidente en unos días que parecen estar pensados únicamente para quienes tienen una familia con la que sentarse a la mesa. En estos casos, la Navidad no es un momento de alegría, sino un recordatorio de todo aquello que falta.

Esta desigualdad no es casual ni inevitable. Es el resultado de un sistema que normaliza que algunas personas lo tengan todo mientras otras no tienen nada. Durante estas fechas se habla mucho de solidaridad, pero en demasiadas ocasiones se queda en palabras o en gestos puntuales que no cuestionan las causas profundas de la exclusión social.

A esta realidad cercana se suma la de millones de personas que viven en países marcados por la guerra y el conflicto armado. En Palestina, la violencia constante ha convertido la vida cotidiana en una lucha por la supervivencia. Familias enteras viven bajo el miedo, la destrucción y la pérdida, sin saber si podrán ver el día siguiente. En ese contexto, hablar de paz durante la Navidad suena vacío e incluso injusto.

En Afganistán, la situación de las mujeres es especialmente alarmante. En pleno siglo XXI, se les han arrebatado derechos fundamentales que deberían ser universales: el acceso a la educación, al trabajo y a la libertad personal. Muchas niñas han sido expulsadas de las escuelas, condenadas a un futuro sin oportunidades simplemente por su género. Para ellas, no hay celebración posible cuando se les ha negado la voz y el derecho a decidir sobre sus propias vidas.

Esta realidad se repite, con distintas formas, en otros países afectados por conflictos armados. En estos lugares, las guerras no solo destruyen ciudades, sino también derechos, sueños y futuros. Las mujeres y la infancia son siempre las más vulnerables, las primeras en sufrir las consecuencias del abandono internacional y de la indiferencia global.

La contradicción es evidente y difícil de ignorar. Se habla de paz mientras se tolera la guerra. Se defienden los derechos humanos en discursos oficiales mientras se permite que millones de personas vivan sin ellos. Se celebra la Navidad como símbolo de esperanza, pero se acepta que esa esperanza no llegue a todos por igual.

Esto no significa que celebrar la Navidad sea algo negativo. Celebrar no es el problema, el problema es hacerlo sin mirar más allá, sin cuestionarse qué ocurre fuera de nuestro entorno inmediato. El problema es convertir la Navidad en un paréntesis de felicidad individual que nos permite olvidar, aunque sea por unos días, las injusticias que siguen existiendo.

Estas fechas deberían ser una oportunidad para algo más que consumir y celebrar. Deberían invitarnos a reflexionar sobre el mundo en el que vivimos y sobre el papel que cada uno de nosotros y nosotras desempeña en él. Recordar que la felicidad no es universal y que el bienestar de algunas personas no debería construirse sobre el olvido del sufrimiento de otras.

Quizá el verdadero espíritu navideño no esté en lo material, sino en la conciencia. En no apartar la mirada ante la injusticia, en reconocer el dolor ajeno y en entender que la empatía no es solo un sentimiento, sino también una responsabilidad. Porque mientras la Navidad siga siendo solo para algunos, seguirá recordándonos que aún queda mucho camino por recorrer hacia una sociedad más justa y humana.

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